por Jorge Raventos
El combate argentino contra el coronavirus está todavía lejos de haber concluido. Aunque hasta ahora la sociedad viene entreviendo una victoria, el incremento de los casos en los barrios más vulnerables de la región metropolitana (Capital y conurbano bonaerense) obliga a no bajar los brazos ni permitirse un relajamiento de la disciplina.
La estrategia con la que el gobierno nacional – en conjunción con provincias y municipios- ha enfrentado la amenaza del Covid 19 ha conseguido un primer objetivo, en modo alguno desdeñable, que es aplanar la curva de contagios y ganar tiempo para ampliar las capacidades de la estructura sanitaria y prepararse mejor para afrontar el pico de la epidemia, cuando éste llegue. Falta aún atravesar esa prueba mayor: cruzar el clímax de la epidemia, principalmente en la ciudad de Buenos Aires y en el conurbano.
En la medida en que hasta el momento las autoridades están ganando la batalla y además cosechan ecos muy favorables en la opinión pública, sus adversarios (tanto los del campo político y mediático como los que se concentran en el mundo financiero y económico) se inquietan, suponen que ese respaldo de opinión se transformará en una ventaja muy difícil de neutralizar. Y agitan la sospecha de que, con excusa sanitaria, se está gestando una hegemonía permanente de rasgos tiránicos.
Esos temores ya buscan jerarquía intelectual: esta semana, una junta de filósofos, artistas, abogados, cronistas, ex funcionarios y biólogos dejó una carta escrita que pinta con tonos tétricos un paisaje de provincias y ciudades “cerrados como condados medievales (…) miles de argentinos varados en el exterior y en el interior (…) clases suspendidas, enfermos que no pueden seguir sus tratamientos, muertos sin funerales y, ahora, la militarización de los barrios populares”. La causa de tales calamidades no se atribuye a la pandemia (que reparte sus daños en todo el planeta), sino al gobierno nacional que estaría instrumentando “un eficaz relato legitimado en expertos” al que estos otros expertos designan como “infectadura” (neologismo de invención propia) y comparan con la teoría de la seguridad nacional invocada en los años setenta por el régimen militar, para fundamentar una conclusión previa: “la democracia está en peligro”.
La desobediencia
La retórica forma parte de las operaciones políticas tendientes a frenar la temida consolidación de la preeminencia del gobierno nacional o a obstruir las alianzas que la permiten.
Entre los objetivos clave de esas jugadas se cuenta el de erosionar la sorprendente disciplina colectiva que hizo posible la extensión de la cuarentena (aislamiento social preventivo obligatorio).
Dos meses atrás, a fines de marzo, en esta columna señalábamos que ese era un punto crucial para la estrategia escogida. En los primeros días hubo señales de insubordinación: largas colas de vehículos se dirigían hacia centros turísticos, desafiando la instrucción de no circular. “Esa desobediencia -decíamos entonces- es una advertencia a la solidez que pueda tener la extensión que impulsa ahora el Presidente”. Y advertíamos otro dato: “Empieza a ganar espacio la preocupación por las consecuencias sociales de la cuarentena rígida (y eso) motoriza fenómenos de indisciplina política que pueden volverse serios”.
Aquellas reacciones precoces cedieron ante la evidencia apabullante de la amenaza global del Covid 19 y las noticias del mundo, que transmitían sus calamidades. Las penurias que atravesaban países sentimentalmente tan próximos como Italia o España, comparadas con los éxitos iniciales de la prudente estrategia local, operaron como incentivo disciplinador, pese a los rigores económicos o el estrés psicológico movidos por la guerra contra la pandemia.
Dos meses más tarde aquel estímulo tiende a perder peso: en el hemisferio norte se experimenta una paulatina caída de los contagios, una flexibilización de las medidas de aislamiento (que, por cierto, no carece de riesgos) y una tendencia a reiniciar la actividad productiva y comercial. Argentina, por su lado, cuando ya siente a fondo la fatiga por la reclusión, la aflicción por la caída de los ingresos o la pérdida del trabajo y la incertidumbre sobre el futuro, debe extender la cuarentena porque no ha traspuesto aún el pico de epidemia.
Aunque las autoridades que conducen el esfuerzo mantienen, según indican distintos estudios demoscópicos, el respaldo de la sociedad, la oposición considera por estos días que las condiciones son más propicias para airear sus prevenciones.
Usos de la palabra libertad
Estas alcanzan a veces el escalón de la agitación callejera (ha habido ensayos los dos últimos sábados) y se organizan sobre distintos ejes. Uno de ellos es el trabajo sobre la preocupación de sectores de la clase media golpeados por las medidas que limitan el ejercicio de algunas actividades comerciales o de servicios.
Este eje embiste contra la estrategia del aislamiento preventivo y también explota una variante de la famosa grieta: la idea de que las autoridades vuelcan ingentes recursos sobre los pobladores de villas de emergencia, beneficiarios de planes, etc. (“sus votantes”) mientras desprotegen a los sectores medios y les prohíben ejercer sus profesiones, oficios o actividad empresarial. Emerge aquí la reivindicación de “la libertad”, en un ambiguo empleo (al tiempo como oposición a las regulaciones del aislamiento y como antónimo de una imaginada tiranía catapultada por la estrategia sanitaria de las autoridades y las proverbiales maquinaciones atribuidas al movimiento mayoritario).
En la atmósfera viciada por la pandemia y exacerbada por la “infodemia” -esa otra peste que navega tumultuosamente por las redes sociales-, circulan descripciones hiperbólicas e infinitos rumores conspirativos.
Esta estrategia de oposición golpea contra la pragmática convergencia que protagonizan Alberto Fernández y Horacio Rodríguez Larreta. Aunque parece omitir al jefe porteño de los ataques, en realidad busca desgastarlo por asociación. Si bien se mira, Larreta es el más afectado, ya que es su jurisdicción la que más afecta a los profesionales y empresarios de clase media, porque estos son proporcionalmente más numerosos en la ciudad autónoma que en el conurbano y ellos forman parte central de su electorado.
El ataque busca descolocarlo en el paisaje interno de Cambiemos y alejarlo de su sociedad con el Presidente, es decir: debilitar el poder que sostiene la estrategia contra la pandemia.
La construcción de un centro
Rodríguez Larreta sabe que sostener la política del aislamiento preventivo tiene un costo inmediato. Las encuestas son claras: entre sus votantes, los que apoyan la cuarentena son menos que los que la consideran “mala” o “exagerada”. Pero está convencido -como su eficiente secretario de Salud, Fernán Quirós- de que el aislamiento es el único expediente hasta atravesar el pico de contagios, y de que no hay espacio para peleas políticas menores en tiempos de pandemia.
Tras setenta días de una cuarentena que “durará lo que tenga que durar” (Fernández dixit), la política ha reaparecido. Puesto que se asegura que la pandemia es un punto de inflexión entre dos épocas mundiales, se puede suponer que la Argentina no será una excepción en esa tendencia. Hay que hacer, entonces, un esfuerzo interpretativo y descubrir dónde están las novedades que pueden desarrollarse para terminar con la repetición de lo mismo, con la confrontación salvaje que es, ella sí, un riesgo para la democracia.
Quizás lo nuevo sea que un diálogo sensato en el centro del espectro, hecho de competencia y cooperación, empieza a cambiar el sistema político y empuja hacia la irrelevancia a los extremos intransigentes. Para consolidar lo nuevo, ese centro que empieza a configurarse empujado por la desgracia de la peste debería perdurar en la etapa siguiente, en la posguerra.